La Venganza de Sekmet


Sekmet aguantó la jornada a duras penas, como pudo. Subió extenuado las empinadas escaleras que conducían hasta el exterior, donde le recibió una bocanada de aire cálido. La barca solar del dios Ra había descendido por el cielo, tiñendo la luz de un rojo sangriento, sangriento como sus pensamientos, como su razón.
Aquél día había recibido una noticia terrible a través de un nuevo obrero procedente de Tebas, la misma aldea que él había abandonado hacía años: su madre había muerto meses atrás, sola y enferma en su humilde choza de adobe, sin tener a nadie que le sostuviera la mano en sus últimos instantes de vida.
El joven obrero dejó perder su vista en toda la inmensidad donde se encontraba. Ahora sí que dio rienda suelta a sus lágrimas. Era la nada, el desierto rocoso y territorio del dios Anubis protector de los muertos. Allí pasaría años y años a menos que muriera antes, lo cual era del todo probable. Pensándolo bien, esa era la mejor opción.
La gran mayoría de sus compañeros se sentían satisfechos por servir a la construcción de una tumba, la morada eterna del faraón, o mejor dicho, de la reina faraón Hatshepsut y cada herida, cada magullamiento de alguno de sus miembros, lo sufrían con orgullo. Trabajaban para la inmortalidad de su reina, la primogénita del dios Amón y por ello, obtendrían una recompensa en la otra vida imperecedera.
En un principio, Sekmet, en su inocencia, también se había dejado embargar por la emoción y el orgullo de contribuir a la gran obra, pero meses y meses destrozándose las manos y los pies, curvando su espalda y entumeciendo sus miembros, habían minado su entusiasmo. Siempre tenía presente a su padre, también al servicio de las tumbas de los faraones, que había muerto años atrás aplastado por un bloque de granito y cada mañana antes de comenzar el día, ofrecía una plegaria al dios Path para que le protegiera.
Pero había sido aquél día cuando no sólo no se sintió orgulloso de trabajar para la señora de las dos Tierras del país de Egipto, sino que sintió un profundo desprecio hacia ella, nacido desde lo más hondo de su corazón.
Ahora, éste territorio árido y rocoso, era su prisión y tendría que dejarse la piel día a día y vivir, mejor dicho, sobrevivir con el remordimiento de la muerte de su madre, abandonada por su único hijo, y con ese pensamiento martilleando su cabeza.
Aquella noche, ni siquiera la diosa Hathor apareció en el cielo con sus cuernos de luna para su consuelo; tan sólo se escuchaba el aullido de los chacales que traía consigo el viento. Sekmet se removía en su viejo jergón de esparto con el cuerpo dolorido y el pelo mojado por las lagrimas. Poco a poco, un pensamiento loco y sin sentido fue abriéndose paso en su cabeza: ese pensamiento era la venganza.
A la reina le gustaba supervisar a menudo los avances realizados en su templo funerario, el Djeser-Djeseru, "La maravilla de las maravillas" como era conocido y a menudo se desplazaba hasta allí. A él se lo habían arrebatado todo, la familia, la felicidad, las ganas de vivir, todo excepto una cosa: paciencia para poder llevar a cabo su venganza.

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