La barca se deslizaba ligeramente por la ribera occidental del río
Nilo, hacia el complejo monumental de Deir el-Bahari en un día claro y
radiante, en donde la luminosidad del azul del cielo competía con el brillo de
la reina de Egipto: Hatshepsut, la primera de las nobles damas, unida al dios
Amón.
Los campesinos se arremolinaban en ambas orillas para contemplar el
paso de su reina y sus ojos cansados y polvorientos contemplaban la falúa
engalanada.
Resguardada de los ardientes rayos bajo un palio y vestida con una
túnica ajustada a su silueta, Hatshepsut portaba los atributos reales, el
cayado y el látigo cruzados sobre su pecho y el nemes, el tocado real, sobre su
cabeza. Su rostro bronceado destilaba gracia y solemnidad al mismo tiempo. Los
ojos delineados con khol negro y los párpados cubiertos de polvo machacado de
lapislázuli, enmarcaban la mirada digna de un dios. Sobre su pecho, un pectoral
de oro y lapislázuli arrojaba reflejos dorados.
Cuando llegaron al valle de las reinas, subió a la litera seguida por
Senmut, el arquitecto real y escoltados por la guardia iniciaron el camino
hacia el templo funerario.
En la monotonía del paisaje, entre las rocas escarpadas, el templo de
la reina parecía nacido de un sueño. Conforme se iban acercando, la expresión
solemne desapareció y fue sustituida por una sensación de placer, evidenciada
en la sonrisa y el brillo de sus ojos.
- He aquí, mi reina, tu morada eterna – le susurró
Senmut.
Hatshepsut contempló las tres terrazas empinadas, graciosamente
dispuestas y flanqueadas por columnas que conducían al interior del majestuoso
templo.
Subió la primera rampa casi flotando; sus pies no tenían la sensación
de tocar el suelo.
Los incipientes jardines que rodeaban las terrazas dotaban al lugar de
una sensación de serenidad y belleza y después de atravesar varios patios
porticados por fin, seguida de su fiel arquitecto, traspasó las puertas de su
templo.
La reina fue recibida por una oleada de frescura; sus dedos entraron
en contacto con la piedra fría del recinto y cerró los ojos. Su arquitecto se
mantuvo silencioso, satisfecho y emocionado por el efecto producido en ella.
Para él no había mejor recompensa que ese momento.
- Dónde se encuentra mi última morada?
- Sígueme – contestó él.
Tras hacer una señal a la guardia, ambos se adentraron en la penumbra.
Atravesaron más patios y capillas y descendieron escaleras hasta
llegar al corazón del aquél inmenso laberinto.
Senmut se hizo a un lado para dejarla entrar. La luz de las antorchas
iluminaban un pequeño recinto con las paredes y el techo decorado
exquisitamente. En el centro, un sarcófago de granito acogería su cuerpo
imperecedero para toda la eternidad.
Hatshepsut dio un respingo cuando descubrió los cuerpos postrados de
un grupo de hombres pero comprendió rápidamente que eran los peones y pintores
que habían trabajado en aquél lugar secreto y cuyo destino inminente era la
muerte.
Todos mantuvieron la frente pegada al suelo, todos menos uno, que osó
levantar la vista y desafiarla con su mirada.
Sekmet no parpadeó; por fin, tras cientos de días de espera, tenía
delante la oportunidad que tanto había soñado. Y estaba preparado para
aprovecharla.
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