La Venganza de Sekmet (2ª parte)


La barca se deslizaba ligeramente por la ribera occidental del río Nilo, hacia el complejo monumental de Deir el-Bahari en un día claro y radiante, en donde la luminosidad del azul del cielo competía con el brillo de la reina de Egipto: Hatshepsut, la primera de las nobles damas, unida al dios Amón.
Los campesinos se arremolinaban en ambas orillas para contemplar el paso de su reina y sus ojos cansados y polvorientos contemplaban la falúa engalanada.
Resguardada de los ardientes rayos bajo un palio y vestida con una túnica ajustada a su silueta, Hatshepsut portaba los atributos reales, el cayado y el látigo cruzados sobre su pecho y el nemes, el tocado real, sobre su cabeza. Su rostro bronceado destilaba gracia y solemnidad al mismo tiempo. Los ojos delineados con khol negro y los párpados cubiertos de polvo machacado de lapislázuli, enmarcaban la mirada digna de un dios. Sobre su pecho, un pectoral de oro y lapislázuli arrojaba reflejos dorados.
Cuando llegaron al valle de las reinas, subió a la litera seguida por Senmut, el arquitecto real y escoltados por la guardia iniciaron el camino hacia el templo funerario.
En la monotonía del paisaje, entre las rocas escarpadas, el templo de la reina parecía nacido de un sueño. Conforme se iban acercando, la expresión solemne desapareció y fue sustituida por una sensación de placer, evidenciada en la sonrisa y el brillo de sus ojos.
   - He aquí, mi reina, tu morada eterna – le susurró Senmut.
Hatshepsut contempló las tres terrazas empinadas, graciosamente dispuestas y flanqueadas por columnas que conducían al interior del majestuoso templo.
Subió la primera rampa casi flotando; sus pies no tenían la sensación de tocar el suelo.
Los incipientes jardines que rodeaban las terrazas dotaban al lugar de una sensación de serenidad y belleza y después de atravesar varios patios porticados por fin, seguida de su fiel arquitecto, traspasó las puertas de su templo.
La reina fue recibida por una oleada de frescura; sus dedos entraron en contacto con la piedra fría del recinto y cerró los ojos. Su arquitecto se mantuvo silencioso, satisfecho y emocionado por el efecto producido en ella. Para él no había mejor recompensa que ese momento.
   - Dónde se encuentra mi última morada?
   - Sígueme – contestó él.
Tras hacer una señal a la guardia, ambos se adentraron en la penumbra.
Atravesaron más patios y capillas y descendieron escaleras hasta llegar al corazón del aquél inmenso laberinto.
Senmut se hizo a un lado para dejarla entrar. La luz de las antorchas iluminaban un pequeño recinto con las paredes y el techo decorado exquisitamente. En el centro, un sarcófago de granito acogería su cuerpo imperecedero para toda la eternidad.
Hatshepsut dio un respingo cuando descubrió los cuerpos postrados de un grupo de hombres pero comprendió rápidamente que eran los peones y pintores que habían trabajado en aquél lugar secreto y cuyo destino inminente era la muerte.
Todos mantuvieron la frente pegada al suelo, todos menos uno, que osó levantar la vista y desafiarla con su mirada.
Sekmet no parpadeó; por fin, tras cientos de días de espera, tenía delante la oportunidad que tanto había soñado. Y estaba preparado para aprovecharla.



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