La venganza de Sekmet (3ª y última parte)


Sekmet, ágil como un pantera, se abalanzó sobre la reina Hatshepsut justo cuando ésta le daba la espalda y le clavó el puñal. Senmut no se percató de nada pues estaba dando las últimas instrucciones al jefe de los peones pero Hatshepsut detuvo su avance perpleja. Sin saber muy bien lo que había sucedido, se giró y se encontró frente a frente con un obrero cuya expresión le heló el corazón y escuchó las maldiciones más crueles antes de que la oscuridad se apoderara de su ser.
Todo lo que sucedió a continuación fue un caos: Senmut gritó a la guardia real y en un instante, Sekmet y los demás peones fueron inmovilizados. Mientras, el arquitecto real sostenía a la reina inerte entre sus brazos a la vez que demandaba a gritos la venida del médico.


-   Sin duda estás bajo la protección del gran Horus, mi reina – dijo el médico real una vez en palacio – El estilete que usó ese hombre hubiera llegado a vuestro corazón provocándoos irremediablemente la muerte, de no ser porque se desvió ligeramente.
Hatshepsut asintió distraída y despidió al médico con un gesto. Ella era una reina muy querida pues por sus venas corría la sangre de grandes reyes como su padre, el gran Tutmosis I, que  había expandido triunfalmente las fronteras de Egipto. Por eso no dejaba de preguntarse una y otra vez el porqué de ese ataque personal de manos de un simple obrero.


Sekmet apenas si se tenía en pie y le costó enfocar la vista hacia la figura que tenía ante sí. Ella parecía envuelta en oro, la carne de los dioses y de su figura emanaba el poder de un gran dios viviente.  En cambio su hermanastro y esposo, el joven Tutmosis III apenas destacaba al lado de ella.
Los guardias lo empujaron y cayó delante del doble trono. Entonces escuchó su voz, fría y despectiva.
-      Cuál es tu nombre?
Sekmet no se molestó en contestar, recibiendo a cambio un golpe en las costillas.
-      Se llama Sekmet, gran diosa – contestó uno de los guardias.
-   Ya sabes desde hace tiempo, Sekmet, que tu destino inminente es la muerte – dijo con voz melodiosa – Así pues, no entiendo porqué has preferido cometer un acto cuyas consecuencias desastrosas te perseguirán por toda la eternidad.
            Sekmet sabía a lo que se refería. Hubiera podido morir con el honor de haber servido a la diosa del Alto y Bajo Egipto y ser recompensado ampliamente en la otra vida y no como adivinaba ahora. Una sombra de miedo veló sus ojos y Hatshepsut sonrió.
-   Así es, tal y como estás imaginando. Tendrás una muerte indigna y tu cadáver será quemado para que no puedas alcanzar la otra vida. Tales son las consecuencias de tus actos – dictaminó Hatshepsut.
Aquél mismo día, el obrero Sekmet murió ahogado pero antes transmitió un mensaje para el mismísimo Tutmosis. A partir de entonces, la reina Hatshepsut cayó en desgracia. Primero tuvo que afrontar la muerte de su amado Senmut y poco después, la de su hija, su futura sucesora.

Sin poder soportarlo abandonó el poder y se retiró a su palacio. Los sirvientes afirmaron que no hubo una sola noche en la que la reina no los despertara gritando y maldiciendo el nombre del obrero Sekmet.

No hay comentarios:

Publicar un comentario