Sekmet, ágil como un
pantera, se abalanzó sobre la reina Hatshepsut justo cuando ésta le daba la
espalda y le clavó el puñal. Senmut no se percató de nada pues estaba dando las
últimas instrucciones al jefe de los peones pero Hatshepsut detuvo su avance perpleja.
Sin saber muy bien lo que había sucedido, se giró y se encontró frente a frente
con un obrero cuya expresión le heló el corazón y escuchó las maldiciones más
crueles antes de que la oscuridad se apoderara de su ser.
Todo lo que sucedió a
continuación fue un caos: Senmut gritó a la guardia real y en un instante,
Sekmet y los demás peones fueron inmovilizados. Mientras, el arquitecto real
sostenía a la reina inerte entre sus brazos a la vez que demandaba a gritos la
venida del médico.
- Sin duda estás bajo la protección del gran
Horus, mi reina – dijo el médico real una vez en palacio – El estilete que usó
ese hombre hubiera llegado a vuestro corazón provocándoos irremediablemente la
muerte, de no ser porque se desvió ligeramente.
Hatshepsut asintió
distraída y despidió al médico con un gesto. Ella era una reina muy querida
pues por sus venas corría la sangre de grandes reyes como su padre, el gran
Tutmosis I, que había expandido
triunfalmente las fronteras de Egipto. Por eso no dejaba de preguntarse una y
otra vez el porqué de ese ataque personal de manos de un simple obrero.
Sekmet apenas si se tenía
en pie y le costó enfocar la vista hacia la figura que tenía ante sí. Ella
parecía envuelta en oro, la carne de los dioses y de su figura emanaba el poder
de un gran dios viviente. En cambio su
hermanastro y esposo, el joven Tutmosis III apenas destacaba al lado de ella.
Los guardias lo empujaron
y cayó delante del doble trono. Entonces escuchó su voz, fría y despectiva.
- Cuál es tu nombre?
Sekmet no se molestó en
contestar, recibiendo a cambio un golpe en las costillas.
- Se llama Sekmet, gran diosa – contestó uno de los
guardias.
- Ya sabes desde hace tiempo, Sekmet, que tu
destino inminente es la muerte – dijo con voz melodiosa – Así pues, no entiendo
porqué has preferido cometer un acto cuyas consecuencias desastrosas te perseguirán
por toda la eternidad.
Sekmet
sabía a lo que se refería. Hubiera podido morir con el honor de haber servido a
la diosa del Alto y Bajo Egipto y ser recompensado ampliamente en la otra vida
y no como adivinaba ahora. Una sombra de miedo veló sus ojos y Hatshepsut
sonrió.
- Así es, tal y como estás imaginando. Tendrás
una muerte indigna y tu cadáver será quemado para que no puedas alcanzar la
otra vida. Tales son las consecuencias de tus actos – dictaminó Hatshepsut.
Aquél mismo día, el
obrero Sekmet murió ahogado pero antes transmitió un mensaje para el mismísimo
Tutmosis. A partir de entonces, la reina Hatshepsut cayó en desgracia. Primero
tuvo que afrontar la muerte de su amado Senmut y poco después, la de su hija,
su futura sucesora.
Sin poder soportarlo
abandonó el poder y se retiró a su palacio. Los sirvientes afirmaron que no
hubo una sola noche en la que la reina no los despertara gritando y maldiciendo
el nombre del obrero Sekmet.
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