El testamento perdido de José de Arimatea reaparece en la Inglaterra del siglo XVI y va a caer en poder de dos monjes benedictinos, provocando reacciones contradictorias; de un lado, de aquellos que pugnan por su destrucción, y de otro, de los que pretenden hacerlo público. ¿Cómo puede un monje enfrentarse al poder de un cardenal al servicio del rey Enrique VIII? ¿Puede un secreto ser guardado para siempre? ¿Es conveniente ocultar una verdad para sostener una gran mentira? 500 años después, el legado de José de Arimatea enfrentará a un ambicioso cardenal de la Iglesia Católica al frente del Proyecto Galilea, con la Orden del Santo Sudario, una sociedad secreta creada en el siglo XVI, que junto con un joven seminarista, conforman un triángulo que transporta al lector en un viaje a través del tiempo, desde la Inglaterra de los Tudor hasta la convulsa Jerusalén de nuestros días. “Una trama apasionante que comienza en tiempos de Jesús de Nazaret y perdura hasta nuestros días, llevando a un seminarista, una escritora, un paleógrafo y un cardenal del Vaticano hacia un destino común: la posesión del misterioso manuscrito de Arimatea.” “Una novela de misterios históricos, un documento revelador que le atrapará desde la primera página.”
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El testamento perdido de José de Arimatea reaparece en la Inglaterra del siglo XVI y va a caer en poder de dos monjes benedictinos, provocando reacciones contradictorias; de un lado, de aquellos que pugnan por su destrucción, y de otro, de los que pretenden hacerlo público. ¿Cómo puede un monje enfrentarse al poder de un cardenal al servicio del rey Enrique VIII? ¿Puede un secreto ser guardado para siempre? ¿Es conveniente ocultar una verdad para sostener una gran mentira? 500 años después, el legado de José de Arimatea enfrentará a un ambicioso cardenal de la Iglesia Católica al frente del Proyecto Galilea, con la Orden del Santo Sudario, una sociedad secreta creada en el siglo XVI, que junto con un joven seminarista, conforman un triángulo que transporta al lector en un viaje a través del tiempo, desde la Inglaterra de los Tudor hasta la convulsa Jerusalén de nuestros días. “Una trama apasionante que comienza en tiempos de Jesús de Nazaret y perdura hasta nuestros días, llevando a un seminarista, una escritora, un paleógrafo y un cardenal del Vaticano hacia un destino común: la posesión del misterioso manuscrito de Arimatea.” “Una novela de misterios históricos, un documento revelador que le atrapará desde la primera página.”
La venganza de Sekmet (3ª y última parte)
Sekmet, ágil como un
pantera, se abalanzó sobre la reina Hatshepsut justo cuando ésta le daba la
espalda y le clavó el puñal. Senmut no se percató de nada pues estaba dando las
últimas instrucciones al jefe de los peones pero Hatshepsut detuvo su avance perpleja.
Sin saber muy bien lo que había sucedido, se giró y se encontró frente a frente
con un obrero cuya expresión le heló el corazón y escuchó las maldiciones más
crueles antes de que la oscuridad se apoderara de su ser.
Todo lo que sucedió a
continuación fue un caos: Senmut gritó a la guardia real y en un instante,
Sekmet y los demás peones fueron inmovilizados. Mientras, el arquitecto real
sostenía a la reina inerte entre sus brazos a la vez que demandaba a gritos la
venida del médico.
- Sin duda estás bajo la protección del gran
Horus, mi reina – dijo el médico real una vez en palacio – El estilete que usó
ese hombre hubiera llegado a vuestro corazón provocándoos irremediablemente la
muerte, de no ser porque se desvió ligeramente.
Hatshepsut asintió
distraída y despidió al médico con un gesto. Ella era una reina muy querida
pues por sus venas corría la sangre de grandes reyes como su padre, el gran
Tutmosis I, que había expandido
triunfalmente las fronteras de Egipto. Por eso no dejaba de preguntarse una y
otra vez el porqué de ese ataque personal de manos de un simple obrero.
Sekmet apenas si se tenía
en pie y le costó enfocar la vista hacia la figura que tenía ante sí. Ella
parecía envuelta en oro, la carne de los dioses y de su figura emanaba el poder
de un gran dios viviente. En cambio su
hermanastro y esposo, el joven Tutmosis III apenas destacaba al lado de ella.
Los guardias lo empujaron
y cayó delante del doble trono. Entonces escuchó su voz, fría y despectiva.
- Cuál es tu nombre?
Sekmet no se molestó en
contestar, recibiendo a cambio un golpe en las costillas.
- Se llama Sekmet, gran diosa – contestó uno de los
guardias.
- Ya sabes desde hace tiempo, Sekmet, que tu
destino inminente es la muerte – dijo con voz melodiosa – Así pues, no entiendo
porqué has preferido cometer un acto cuyas consecuencias desastrosas te perseguirán
por toda la eternidad.
Sekmet
sabía a lo que se refería. Hubiera podido morir con el honor de haber servido a
la diosa del Alto y Bajo Egipto y ser recompensado ampliamente en la otra vida
y no como adivinaba ahora. Una sombra de miedo veló sus ojos y Hatshepsut
sonrió.
- Así es, tal y como estás imaginando. Tendrás
una muerte indigna y tu cadáver será quemado para que no puedas alcanzar la
otra vida. Tales son las consecuencias de tus actos – dictaminó Hatshepsut.
Aquél mismo día, el
obrero Sekmet murió ahogado pero antes transmitió un mensaje para el mismísimo
Tutmosis. A partir de entonces, la reina Hatshepsut cayó en desgracia. Primero
tuvo que afrontar la muerte de su amado Senmut y poco después, la de su hija,
su futura sucesora.
Sin poder soportarlo
abandonó el poder y se retiró a su palacio. Los sirvientes afirmaron que no
hubo una sola noche en la que la reina no los despertara gritando y maldiciendo
el nombre del obrero Sekmet.
La Venganza de Sekmet (2ª parte)
La barca se deslizaba ligeramente por la ribera occidental del río
Nilo, hacia el complejo monumental de Deir el-Bahari en un día claro y
radiante, en donde la luminosidad del azul del cielo competía con el brillo de
la reina de Egipto: Hatshepsut, la primera de las nobles damas, unida al dios
Amón.
Los campesinos se arremolinaban en ambas orillas para contemplar el
paso de su reina y sus ojos cansados y polvorientos contemplaban la falúa
engalanada.
Resguardada de los ardientes rayos bajo un palio y vestida con una
túnica ajustada a su silueta, Hatshepsut portaba los atributos reales, el
cayado y el látigo cruzados sobre su pecho y el nemes, el tocado real, sobre su
cabeza. Su rostro bronceado destilaba gracia y solemnidad al mismo tiempo. Los
ojos delineados con khol negro y los párpados cubiertos de polvo machacado de
lapislázuli, enmarcaban la mirada digna de un dios. Sobre su pecho, un pectoral
de oro y lapislázuli arrojaba reflejos dorados.
Cuando llegaron al valle de las reinas, subió a la litera seguida por
Senmut, el arquitecto real y escoltados por la guardia iniciaron el camino
hacia el templo funerario.
En la monotonía del paisaje, entre las rocas escarpadas, el templo de
la reina parecía nacido de un sueño. Conforme se iban acercando, la expresión
solemne desapareció y fue sustituida por una sensación de placer, evidenciada
en la sonrisa y el brillo de sus ojos.
- He aquí, mi reina, tu morada eterna – le susurró
Senmut.
Hatshepsut contempló las tres terrazas empinadas, graciosamente
dispuestas y flanqueadas por columnas que conducían al interior del majestuoso
templo.
Subió la primera rampa casi flotando; sus pies no tenían la sensación
de tocar el suelo.
Los incipientes jardines que rodeaban las terrazas dotaban al lugar de
una sensación de serenidad y belleza y después de atravesar varios patios
porticados por fin, seguida de su fiel arquitecto, traspasó las puertas de su
templo.
La reina fue recibida por una oleada de frescura; sus dedos entraron
en contacto con la piedra fría del recinto y cerró los ojos. Su arquitecto se
mantuvo silencioso, satisfecho y emocionado por el efecto producido en ella.
Para él no había mejor recompensa que ese momento.
- Dónde se encuentra mi última morada?
- Sígueme – contestó él.
Tras hacer una señal a la guardia, ambos se adentraron en la penumbra.
Atravesaron más patios y capillas y descendieron escaleras hasta
llegar al corazón del aquél inmenso laberinto.
Senmut se hizo a un lado para dejarla entrar. La luz de las antorchas
iluminaban un pequeño recinto con las paredes y el techo decorado
exquisitamente. En el centro, un sarcófago de granito acogería su cuerpo
imperecedero para toda la eternidad.
Hatshepsut dio un respingo cuando descubrió los cuerpos postrados de
un grupo de hombres pero comprendió rápidamente que eran los peones y pintores
que habían trabajado en aquél lugar secreto y cuyo destino inminente era la
muerte.
Todos mantuvieron la frente pegada al suelo, todos menos uno, que osó
levantar la vista y desafiarla con su mirada.
Sekmet no parpadeó; por fin, tras cientos de días de espera, tenía
delante la oportunidad que tanto había soñado. Y estaba preparado para
aprovecharla.
La Venganza de Sekmet
Sekmet aguantó la jornada a duras penas, como pudo. Subió extenuado
las empinadas escaleras que conducían hasta el exterior, donde le recibió una
bocanada de aire cálido. La barca solar del dios Ra había descendido por el
cielo, tiñendo la luz de un rojo sangriento, sangriento como sus pensamientos,
como su razón.
Aquél día había recibido una noticia terrible a través de un nuevo
obrero procedente de Tebas, la misma aldea que él había abandonado hacía años:
su madre había muerto meses atrás, sola y enferma en su humilde choza de adobe,
sin tener a nadie que le sostuviera la mano en sus últimos instantes de vida.
El joven obrero dejó perder su vista en toda la inmensidad donde se
encontraba. Ahora sí que dio rienda suelta a sus lágrimas. Era la nada, el
desierto rocoso y territorio del dios
Anubis protector de los muertos. Allí pasaría años y años a menos que muriera
antes, lo cual era del todo probable. Pensándolo bien, esa era la mejor opción.
La gran mayoría de sus compañeros se sentían satisfechos por servir a
la construcción de una tumba, la morada eterna del faraón, o mejor dicho, de la
reina faraón Hatshepsut y cada herida, cada magullamiento de alguno de sus
miembros, lo sufrían con orgullo. Trabajaban para la inmortalidad de su reina,
la primogénita del dios Amón y por ello, obtendrían una recompensa en la otra
vida imperecedera.
En un principio, Sekmet, en su inocencia, también se había dejado
embargar por la emoción y el orgullo de contribuir a la gran obra, pero meses y
meses destrozándose las manos y los pies, curvando su espalda y entumeciendo
sus miembros, habían minado su entusiasmo. Siempre tenía presente a su padre,
también al servicio de las tumbas de los faraones, que había muerto años atrás
aplastado por un bloque de granito y cada mañana antes de comenzar el día,
ofrecía una plegaria al dios Path para que le protegiera.
Pero había sido aquél día cuando no sólo no se sintió orgulloso de
trabajar para la señora de las dos Tierras del país de Egipto, sino que sintió
un profundo desprecio hacia ella, nacido desde lo más hondo de su corazón.
Ahora, éste territorio árido y rocoso, era su prisión y tendría que dejarse la piel día a día y vivir, mejor dicho,
sobrevivir con el remordimiento de la muerte de su madre, abandonada por su
único hijo, y con ese pensamiento martilleando su cabeza.
Aquella noche, ni siquiera la diosa Hathor apareció en el cielo con
sus cuernos de luna para su consuelo; tan sólo se escuchaba el aullido de los chacales que traía
consigo el viento. Sekmet se removía en su viejo jergón de esparto con el cuerpo
dolorido y el pelo mojado por las lagrimas. Poco a poco, un pensamiento loco y
sin sentido fue abriéndose paso en su cabeza: ese pensamiento era la venganza.
A la reina le gustaba supervisar a menudo los avances realizados en su
templo funerario, el Djeser-Djeseru, "La maravilla de las maravillas" como era conocido y a menudo se desplazaba hasta allí. A él se lo habían arrebatado todo, la familia, la felicidad, las ganas de vivir, todo
excepto una cosa: paciencia para poder llevar a cabo su venganza.
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